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Del ocaso al amanecer

  • Sumah Kralj
  • 25 mar 2013
  • 3 Min. de lectura

Oscuridad. No puedo ver nada. Tengo las muñecas juntas y rodeadas por algo que me impide moverlas. Oscuridad y quietud. Siento aroma a mirra o algún tipo de madera dulce. Me entra por la nariz y me relaja. Respiro lento y siento como mi pecho se levanta y vuelve a bajar. Las sábanas están frescas, suaves. El contacto de ellas con mi cuerpo ya me genera placer.

Ahí está él. No lo veo, pero siento su respiración no muy lejos. Se acerca aún más. Está sobre mis pies. Empieza en la punta de mi dedo gordo y trepando como un gato, sin tocarme con las manos, va rascándome las piernas con su barba. Sube, sube y mi respiración deja de ser tranquila. Y mi quietud ya es un infierno.

Su lengua humedece mi entrepierna, mi panza y mi cuello. Es la única parte de su cuerpo que me toca. Es la única porción de él que siento. La oscuridad es profunda, extensa, eterna. La pinto con los colores que quiero. Su cuerpo está a centímetros del mío. Su rodilla izquierda se clava en mi concha y sus manos agarran con fuerza el amarre de mis muñecas. Quiero tocarlo, muero por tocarlo. No me deja. Sostiene mis muñecas con fuerza y me levanta hacia él. Nuestros pechos siguen sin alcanzarse. Ya la sola sensación de saberlo cerca hace que se me pongan los pezones como rocas. La mirra se me clava en la nariz y tapa el olor a sudor que empiezo a emanar. Baja mis brazos colocando mis tetas entre ellos y me vuelve a tirar contra las suaves sábanas. Silencio. Quietud. Rezo porque esté mirándome. Porque este tocándose mientras me mira. La incertidumbre de saber qué está haciendo me carcome. Volvé. Volvé a tocarme, liberame las manos. Vení.

Vuelve trepándose sobre mí hábilmente para terminar poniéndome la pija entre las tetas. Instantáneamente empiezo a sacudirme a la vez que me presiona contra la cama. Me pasa su pecho por la cara, no puedo evitar chuparlo. Quiero morderlo, comérmelo entero. No quiero continuar atada. Quiero agarrarlo a mi manera. Dar vuelta la situación. Siento como se pone cada vez más y más duro…

Se incorpora y me desata dejándome cautiva de una cómplice inacción. Me pone los brazos en forma de cruz y continúa dándome mordiscos suaves por el cuello. Desliza sus manos por mis brazos hasta mis pechos. Atino a quitarme la venda de los ojos. Quiero verlo chupándome las tetas, pero no me deja. Aparta rápidamente mis manos del vendaje y me toma con determinación el cuello. “Estoy jugando yo”, me dice. Y ante su voz solo puedo obedecer. Estoy cada vez más fuera de mí, pero no puedo evitar hacerle caso. Esa voz me controla.

Su atención vuelve a mi pecho. Esa lengua viva vuelve a mi piel. Me lame, succiona y muerde. Me derrito. Creo que puedo acabar sólo con esto. Lo sabe. Me saborea, sabe que me encanta que me coma así. No puedo reprimir los gemidos. Empiezo a sonreír de más.

Ya no puedo quedarme quieta, me deja. Esta vez no dice nada. Solo conservo el vendaje, lo acaricio, lo araño, lo muerdo, lo quiero dentro mío con desesperación. Nos enroscamos, nos disolvemos, nos unimos. Me la pone y estallo. Está en mi interior y tiemblo. Sabe dejarme tomar el control cuando ya estoy fuera de mí, cuando ya quiero una sola cosa. Lo acuesto y me le subo encima, lo cojo. Sé que le va a doler el pubis mañana, sé que ese dolor lleva mi firma y que no va a poder parar de pensar en mí. Le pongo una teta en la boca. “Chupa”, le ordeno. Chupa, chupa como un chiquillo muerto de hambre. Mordeme, comeme. Y ahí no me soporto más, me rio y acabo en un mar.

Perdí el vendaje hace rato sin darme cuenta. Juego con sus pies y con los míos. Me abraza y apoyo la cara en su pecho. Lo respiro. Lo suspiro. Sigue temblando por momentos. Y todo vuelve al silencio, la oscuridad murió y la quietud nunca es eterna.

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